Publicado el 11 de enero de 2024, Por el Padre Roger-Thomas Calmel, Traducido por Elisa Hernández
Articulo original : https://laportelatine.org/formation/crise-eglise/notre-dame-du-temps-de-lantechrist?feed_id=3196
Fresco del Apocalipsis, de Augustin Frison-Roche, Catedral de Saint-Malo, en la región de Bretaña, Francia
“Me gustaría vivir en tiempos del Anticristo«, escribió la pequeña Teresa [[1]] en su lecho de moribunda.
No hay duda de que la monja carmelita que se entregó como víctima de holocausto al amor misericordioso tendrá que interceder especialmente cuando se levante el Anticristo; no hay duda de que ya está intercediendo especialmente en nuestro tiempo, cuando los precursores del Anticristo han penetrado en el seno de la Iglesia; no hay duda sobre todo de que su oración se perderá en una súplica que es, por así decirlo, infinitamente más poderosa: la de la Virgen Madre de Dios. Aquella que aplasta al Dragón por su concepción inmaculada y su maternidad virginal, aquella que es glorificada incluso en su cuerpo y que reina en el cielo con su Hijo, domina como soberana todos los tiempos de nuestra historia y particularmente los tiempos más temibles para las almas: los tiempos de la venida del Anticristo o los de la preparación de esta venida por sus precursores diabólicos.
María se manifiesta sobre todo como la Virgen auxiliadora, fuerte como un ejército en orden de batalla, en los momentos de devastación de la santa Iglesia y de agonía espiritual de sus hijos.
María se manifiesta no sólo como la Virgen poderosa y consoladora en tiempos de angustia para la ciudad terrena y para la vida corporal; se manifiesta sobre todo como la Virgen auxiliadora, fuerte como un ejército en formación de batalla, en tiempos de devastación de la santa Iglesia y de agonía espiritual de sus hijos. Ella es la reina de toda la historia del género humano, no sólo de los tiempos de angustia, sino también de los tiempos del Apocalipsis. – Un tiempo de angustia fue el de la Gran Guerra: La hecatombe de las ofensivas mal preparadas, el aplastamiento implacable bajo un huracán de hierro y fuego; el Bosque de Rossignol y el bosque des Caures; el Barranco de la Muerte y el Camino de las Damas… Cuántos hombres, después de abrocharse el cinturón, partieron con la terrible certeza de perecer en este tornado alucinante, sin ver jamás aparecer la victoria; a veces incluso, y esto era lo más atroz, cruzaba por sus mentes una duda sobre la valía de sus jefes y la solidez de su mando. Pero sobre un punto no tenían ninguna duda, sobre una cuestión que superaba a todas las demás: la de la autoridad espiritual. El capellán que asistía a estos hombres dedicados a servir a su país hasta la muerte era absolutamente firme en todos los artículos de la fe, y jamás se le habría ocurrido inventar ninguna transformación pastoral de la Santa Misa; la celebraba con una piedad tanto más profunda, una súplica tanto más ardiente cuanto que él, sacerdote desarmado, y sus feligreses en armas, podían ser llamados en cualquier momento a unir su sacrificio de pobres pecadores redimidos al sacrificio único del Hijo de Dios que quita los pecados del mundo. La fidelidad del capellán estaba a su vez silenciosamente respaldada por la fidelidad de la autoridad jerárquica que custodiaba y defendía la doctrina cristiana y el culto tradicional; que no dudaba en desterrar de la comunión católica a herejes y traidores.
En el frente de batalla, más tarde, en unos instantes quizás, los cuerpos serían aplastados y despedazados, en un horror sin nombre; podría ser una asfixia inexorable, una lenta asfixia bajo una sábana de gas ; pero a pesar del tormento del cuerpo, el alma permanecería intacta, su serenidad permanecería inalterada, su rectitud suprema no se vería amenazada, el más negro de los demonios, el demonio de la mentira suprema, no haría oír su cacareo, el alma no sería entregada al pérfido ataque, cobardemente tolerado, de los pseudo-profetas de la pseudo-iglesia; a pesar del tormento del cuerpo, el alma volaría del retiro tranquilo de una fe protegida al retiro luminoso de la visión beatífica en el Paraíso.
Hemos entrado en una época de Apocalipsis. Puede que aún no hayamos llegado al huracán de fuego que envolverá nuestros cuerpos, pero ya hemos llegado a la agonía de nuestras almas, porque la autoridad espiritual ya no parece preocuparse por defenderlas, y parece haber perdido interés tanto en la verdad de la doctrina como en la integridad del culto, porque se abstiene ostensiblemente de condenar a los culpables.
La Gran Guerra fue una época de angustia. Ahora hemos entrado en una época de Apocalipsis. Puede que aún no hayamos llegado al huracán de fuego que engullirá nuestros cuerpos, pero ya hemos llegado a la agonía de nuestras almas, porque la autoridad espiritual ya no parece preocuparse por defenderlas, y parece haber perdido interés tanto en la verdad de la doctrina como en la integridad del culto, porque se niega ostensiblemente a condenar a los culpables. Ésta es la agonía de las almas en la santa Iglesia, socavada desde dentro por traidores y herejes que aún no han sido desterrados. (Ha habido otras épocas del Apocalipsis a lo largo de la historia. Recordemos, por ejemplo, los interrogatorios de Juana de Arco, privada de los sacramentos por los hombres de la Iglesia y relegada a las profundidades de su oscura mazmorra bajo la vigilancia de temibles carceleros). Pero los tiempos del Apocalipsis están siempre marcados por las victorias de la gracia. Pues incluso cuando las bestias del Apocalipsis penetran hasta la ciudad santa y la exponen a los últimos peligros, la Iglesia nunca deja de seguir siendo la Iglesia: la ciudad amada e inexpugnable para el demonio y sus secuaces, la ciudad pura y sin mancha de la que Nuestra Señora es Reina.
Es ella, la Reina Inmaculada, quien por medio de Cristo, su Hijo, acortará los años siniestros del Anticristo. Incluso y especialmente durante este período, ella nos mantendrá perseverantes y santificándonos. Ella conservará para nosotros la parte de autoridad espiritual legítima que necesitamos absolutamente. Su presencia en el Calvario, al pie de la cruz, lo presagia infaliblemente. Ella estuvo al pie de la cruz de su Hijo, el Hijo de Dios en persona, para unirse más perfectamente a su sacrificio redentor, para merecer en él toda gracia para los hijos de adopción. Toda gracia; la gracia de afrontar las tentaciones y tribulaciones que salpican las existencias más unidas, pero también la gracia de perseverar, de resucitar, de santificarnos en las peores pruebas; las pruebas del agotamiento del cuerpo y las pruebas mucho más oscuras de la agonía del alma; las veces en que la ciudad carnal se convierte en presa de los invasores y, sobre todo, las veces en que la Iglesia de Jesucristo debe resistirse a la autodestrucción. Al estar al pie de la cruz de su Hijo, la Virgen Madre cuya alma fue desgarrada por una espada de dolor, la Virgen divina que fue aplastada y abrumada como ninguna criatura lo será jamás, nos hace comprender, sin dejar lugar a dudas, que Ella podrá sostener a los redimidos en las pruebas más inauditas, mediante una intercesión maternal a la vez pura y poderosa. Ella nos persuade, esta dulcísima Virgen, Reina de los Mártires, de que la victoria está oculta en la misma cruz y que se manifestará; la mañana radiante de la resurrección amanecerá pronto para el día interminable de la Iglesia triunfante.
En la Iglesia de Jesús, presa del modernismo, incluso entre los dirigentes, a todos los niveles de la jerarquía, el sufrimiento de las almas y el ardor del escándalo están alcanzando una intensidad abrumadora; este drama no tiene precedentes; pero la gracia del Hijo de Dios, el Redentor, es más profunda que este drama.
En la Iglesia de Jesús, presa del modernismo incluso entre los dirigentes, en todos los niveles de la jerarquía, el sufrimiento de las almas y el ardor del escándalo están alcanzando una intensidad abrumadora; este drama no tiene precedentes; pero la gracia del Hijo de Dios Redentor es más profunda que este drama. Y la intercesión del Corazón Inmaculado de María, que obtiene toda gracia, nunca cesa. En las almas más abatidas, las más próximas a sucumbir, la Virgen María interviene noche y día para desenredar misteriosamente este drama, para romper misteriosamente las cadenas que los demonios imaginaban irrompibles. Solve vincla reis.
A todos nosotros, a quienes el Señor Jesucristo, con singular señal de honor, llama a la fidelidad en estos nuevos peligros, en esta forma de lucha de la que no teníamos experiencia, – la lucha contra los precursores del Anticristo que se han infiltrado en la Iglesia -, volvamos a nuestros corazones, volvamos a nuestra fe; recordemos que creemos en la divinidad de Jesús, en la maternidad divina y en la maternidad espiritual de María Inmaculada. Vislumbremos al menos la plenitud de gracia y de sabiduría que se esconde en el Corazón del Hijo de Dios hecho hombre y que fluye eficazmente hacia todos los que creen; vislumbremos también la plenitud de ternura y de intercesión que es privilegio único del Corazón Inmaculado de la Virgen María. Recurramos a la Virgen como hijos suyos, y tendremos entonces la inefable experiencia de que los tiempos del Anticristo son los tiempos de la victoria: la victoria de la Redención plena de Jesucristo y de la intercesión soberana de María.
Padre Roger-Thomas Calmel
O.P.
El padre Roger-Thomas Calmel (1914-1975) fue un filósofo dominico y tomista francés que contribuyó enormemente a la lucha por la Tradición católica a través de sus escritos y conferencias. Su mayor influencia la ejerció con las hermanas dominicas de la enseñanza de Brignoles y Fanjeaux.
[1] Exactamente: «Quisiera que los tormentos (que serán compartidos por los cristianos en la época del anticristo) me fueran reservados…». Carta a Sor María del Sagrado Corazón en los Manuscritos Autobiográficos.
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