Un instrumento para el Non Serviam
Por Pierre Hillard, Traducido por Elisa Hernández
Hablar de masonería es un lugar común en el mundo de la Tradición. Parece ser de dominio público y, a primera vista, no requiere ninguna explicación particular. Sin embargo, esta situación debe revisarse a la luz del comportamiento de muchos franceses patriotas capaces de apoyar a personas o instituciones alejadas de los valores tradicionales. Durante los primeros veinte años del siglo XXI, el apoyo a representantes políticos y/o religiosos como Éric Zemmour, François-Xavier Bellamy, Marine le Pen, Marion Maréchal y Jordan Bardella a nivel nacional en Francia, y Benedicto XVI y Vladimir Putin a nivel internacional, pone de manifiesto un problema de formación y de confusión mental entre los patriotas. El impacto de este medio en una amplia franja de la población francesa nos obliga a recordar los fundamentos históricos, espirituales y filosóficos de la Tradición, que es lo contrario de la ideología masónica que presenta hábilmente, en diversos grados y bajo diferentes disfraces (conservadurismo y progreso), un programa que exalta el naturalismo (ninguna Verdad revelada), el nominalismo (todo es evolutivo) y la primacía del hombre en favor de un gobierno mundial. Por eso vamos a empezar recordando las profundas raíces en el origen de la masonería, y luego utilizaremos algunos ejemplos y recordatorios históricos para ilustrar la aplicación de este pensamiento subversivo entre los dirigentes del mundo.
Las profundas raíces de la masonería
En primer lugar, hay que recordar que la masonería no es más que una herramienta, como la ley, que trabaja en pos de un «ideal» que es el rechazo de la Revelación y el exterminio de la Iglesia así como de los Estados que forman parte del mensaje cristiano. El extraordinario libro de Monseigneur Henri Delassus, publicado en 1910, «La conjuration antichrétienne: le temple maçonnique voulant s’élever sur les ruines de l’Eglise catholique» (“La conjuración anticristiana: El templo masónico que pretende levantarse sobre las ruinas de la Iglesia católica”) es un recordatorio preciso de los daños mortales causados por esta institución, cuya nocividad sólo puede comprenderse por la influencia de la sinagoga ciega. Esta última pone en tela de juicio dos elementos fundamentales: la Encarnación y el pecado original. Junto a estos dos puntos, este fenómeno debe vincularse al de la gnosis. Significado de «conocimiento», este principio, que existe desde la antigüedad, consiste en ver al hombre, parte emanada de lo divino en el panteísmo, capaz de remontarse a la fuente mediante sus propias facultades intelectuales y la evocación de espíritus (espiritismo, magia…). Es exactamente lo contrario del catolicismo, que ve al hombre como una criatura marcada por el pecado original y no como una emanación de lo divino. Herido por este pecado original, el hombre que desea elevarse espiritualmente y obedece las leyes del Decálogo sólo puede ser salvado por un Dios creador y encarnado (Cristo), que es el único que concede las gracias necesarias para la salvación eterna a través de la Iglesia.
La cábala es la interpretación esotérica del judaísmo rabínico.
Este perfil es absolutamente aborrecible para las élites rabínicas que no reconocen la naturaleza mesiánica y redentora de Cristo, condenado en el Talmud -el código civil, político y religioso de la sinagoga ciega durante 2000 años- a ser castigado en una olla llena de excrementos hirviendo, una característica que Eric Zemmour se cuida de no mencionar.
Además del Talmud, existe la Cábala, la interpretación esotérica del judaísmo rabínico, todo ello teñido de milenarismo y mesianismo. Cabe señalar que la existencia de la Cábala ya se mencionaba en la Biblia hebrea con las expresiones «Oboth» y «Lidonime». A lo largo de los siglos, todas las herejías alimentadas por esta rebelión rabínica (arrianismo, bogomilos, catarismo, etc. ) obedecieron a los mismos reflejos consistentes, según las circunstancias históricas, en destruir o disminuir: 1) la Santísima Trinidad en favor de un Dios uno e indivisible, o incluso un ateísmo completo para algunos; 2) la divinidad de Cristo considerado como un simple hombre o profeta según estas diversas corrientes rebeldes; 3) por último, el sacerdocio católico recuerda, mediante la ordenación, que el sacerdote es el «transparente de Cristo», principio que aborrece la parte contraria.
Existe una feroz oposición a los principios católicos entre los grupos de pensamiento alimentados por la rebelión judaica.
Como ya se ha señalado, encontramos sistemáticamente, en diversos grados, una feroz oposición a los principios católicos entre los grupos de pensamiento alimentados por la rebelión judaica.
La contaminación talmudo-cabalística de toda una red de intelectuales y académicos irrumpió en la élite en la persona de Pico della Mirandola, con la publicación de su libro 900 conclusiones, una obra que promovía la buena cábala cristiana bajo la dirección de su mentor, el judío siciliano Samuel Ben Nissim Abu’l Faradj. Estos escritos fueron condenados por el papado en 1487 por situar «la magia y la cábala por encima del testimonio de los Evangelios».
Posteriormente, el Renacimiento y la revuelta protestante (racionalista) liderada por Martín Lutero aceleraron el desarrollo del naturalismo masónico. Es cierto que el reformador alemán había estado muy influido por el hebraísta y seguidor de la Cábala Johannes Reuchlin (1455 – 1522), que trabajó en estrecha colaboración con las élites judías de su época.
Martín Lutero se inspiró inicialmente en la Cábala.
Rosa de Lutero en la que, además del corazón (rojo), hay una rosa (blanca) y una cruz (negra).
Martín Lutero admitió que se basó en su libro amigo de la cábala, «De arte cabalistica» («Sobre el arte de la cábala«), en su «Comentario sobre Gálatas«, sólo para retractarse unos años más tarde en «De rudimentis hebraïcis» («Sobre los fundamentos del hebreo«) y luego caer en el antisemitismo más virulento (por oposición al antijudaísmo católico) poco antes de su muerte en «Des juifs et de leurs mensonges» («Sobre los judíos y sus mentiras«).
Estas convulsiones teológicas que desgarraban Europa afectaron a Inglaterra en el siglo XVI con la reforma anglicana bajo Enrique VIII, que se benefició del apoyo financiero judío a través de la familia Mendes. Separado de Roma, el mundo inglés abrió de par en par la puerta a la Cábala con John Dee, diplomático y consejero ocultista de la reina Isabel I, hija de Enrique VIII. Toda una serie de agentes (académicos, teólogos, científicos y diplomáticos) de este mundo atormentado de esencia luciferina apoyaron el aparato político y espiritual inglés en los siglos XVI y XVII. Sin citarlos a todos, debemos mencionar a: John Dury, Jan Amos Komensky, Petrus Serrarius, Samuel Hartlib, Baruch Spinoza, Henry Oldenbourg y Robert Boyle, por no hablar de la publicación de diversas obras que llamaban a la construcción de un mundo unificado resistente a la Revelación (La Nueva Atlántida de Francis Bacon, La Nueva Cynaeus de Emeric Crucée, etc.). Estos diversos personajes plantaron las semillas de la revuelta masónica.
Tiempo de cosecha
Estos fundamentos masónicos se revelan en una carta escrita por Robert Boyle (químico de formación) en 1645, en la que describe la reunión y los debates de este oscuro mundo en el marco de un «Colegio Invisible», según su propia expresión. Este mismo «Colegio» fue también fruto de diferentes corrientes de pensamiento en Europa durante los siglos anteriores, mezclando la Cábala y la Gnosis, entre otras cosas.
Estos mundos diversos y opacos dieron lugar a un movimiento misterioso que apareció hacia 1614 con el nombre de «rosacruces». Fueron todos estos conciliábulos los que permitieron que el movimiento diera un paso adelante con la creación, en 1660, de la Royal Society, cuyo primer secretario fue Henry Oldenbourg (diplomático casado con la hija de John Dury, hecho que subraya la red matrimonial dentro de este medio), instituto que dio lugar al nacimiento oficial de la masonería en 1717 en Londres bajo la dirección de dos protestantes ingleses: James Anderson y Jean Téophile Désaguliers (hijo de un emigrante hugonote).
Sin embargo, el surgimiento visible de la masonería sólo fue posible gracias a un cambio completo en el liderazgo político inglés.
En efecto, desde la reforma anglicana de Enrique VIII, las élites inglesas habían estado divididas entre facciones anglicanas y católicas durante un siglo. La llegada al poder de Oliver
Cromwell (1599 – 1658), puritano y partidario acérrimo de un Antiguo Testamento puro y duro, fue decisiva para establecer los principios masónicos. Hizo decapitar a Carlos I en 1649 y concluyó un acuerdo tácito con Menasseh ben Israel, jefe de la poderosísima comunidad financiera judía holandesa. Aunque los judíos habían sido expulsados de Inglaterra en 1290, el descubrimiento de dos supuestas tribus de Israel en Sudamérica (las tribus de Rubén y Leví) por el navegante judío/marrano Aarón Levi Montezinos en 1642 causó una conmoción extrema entre la élite judía holandesa. Como ésta afirmaba que la dispersión completa de la diáspora judía sería el preludio de la redención del pueblo de Israel, se señaló que todo lo que se necesitaba para completar este ideal mesiánico era el regreso de esta comunidad a Inglaterra. Con un Cromwell de mentalidad filosemita, la «Jerusalén holandesa» encontró un interlocutor más que favorable a este tipo de tesis.
Olivier Cromwell, puritano y partidario acérrimo de un Antiguo Testamento puro y duro, fue decisivo en el establecimiento de los principios masónicos.
El cambio de Ámsterdam a la City londinense se produjo, por tanto, gradualmente en el transcurso de la década de 1660. La «Revolución Gloriosa» de 1688 vio el establecimiento definitivo de la dinastía protestante de Guillermo de Orange con el apoyo de ricos comerciantes judíos portugueses, como recuerda el historiador Cecil Roth, seguida de la creación del Banco de Inglaterra en 1694. El nacimiento de la masonería en 1717, fruto de un mundo en rebelión contra la Revelación, no es por tanto ninguna sorpresa.
Y dado que la masonería no fue más que la consecuencia de la revuelta judaica, es perfectamente lógico observar que en 1738 James Anderson introdujo en «Las Constituciones» epónimas (artículo 1) la obligación para todos los masones de ser noajitas (rechazo de la Santísima Trinidad y del mesianismo de Cristo), es decir, de ser seguidores de la religión desarrollada por la sinagoga ciega (noajismo) para los no judíos (los goyim). Esta característica también se encuentra en el grado 21 del Rito Escocés Antiguo y Aceptado (REAA) bajo el título de «Caballero Noajita o Prusiano». La expresión «judeo-masónico» adquiere todo su significado. Paralelamente a este auge del poder masónico, el fenómeno se ha visto reforzado por un mesianismo judío particularmente virulento en las personas de Sabbatai Tsevi (siglo XVII) y Jacob Frank (siglo XVIII), cuyas falsas conversiones al islam el primero y al catolicismo el segundo, perturbaron la tranquilidad de los Estados a través de La Ilustración, el laicismo y el sionismo, con el objetivo último de lograr un mundo unificado y apóstata.
Y por si fuera poco, a principios del siglo XX se inyectó una nueva dosis de veneno en el trasfondo esotérico: la «Tradición Primordial», espoleada por pensadores como René Guénon y Julius Evola. Basada en el principio de que una metafísica original, respetuosa con los valores clásicos, impregna todas las religiones de la Tierra, diversas en la forma (ritos y símbolos) pero comunes en el fondo, esta «Tradición Primordial», que favorece el relativismo y el sincretismo, suprime sutilmente el elemento odiado durante 2000 años por la sinagoga ciega: la Encarnación y el pecado original.
Es este movimiento el que inspira al ruso Alexander Douguine (pensador gnóstico y promotor del eurasismo) y seguidor de la Cábala, considerada por él como «el mayor logro del espíritu humano«. Encontramos ecos de algunas de las declaraciones de Vladimir Putin abogando, bajo la seductora apariencia del clasicismo (la familia tradicional, por ejemplo), por «valores» derivados directamente de la Tradición primordial en el marco de una «poderosa asociación supranacional capaz de convertirse en uno de los polos del mundo moderno», como escribió en un artículo publicado en Izvestia el 3 de octubre de 2011, favoreciendo el surgimiento de un bloque regional definido como una «ambiciosa tarea (…) a saber, la Unión Euroasiática».
Es cierto que la no consagración de Rusia al Inmaculado Corazón de María, como se pidió expresamente en Fátima en 1917 con condiciones muy precisas que no se han respetado hasta 2022, explica la aparición de una dialéctica típicamente hegeliana a escala planetaria (tesis/antítesis): un Occidente moralmente podrido y apóstata contrapuesto a una Rusia oficialmente respetuosa de los valores tradicionales, pero aún marcada por una impronta satánica propia de la revolución bolchevique de 1917 y expresada bajo una apariencia seductora, como la portadora de luz (Lux ferre) fiel al principio de la «gestión de los contrarios», con el aliento mefítico de la Tradición Primordial. Esta huella satánica sólo podrá ser destruida por la consagración de este país a la Santísima Virgen, comparable a una especie de exorcismo liberador.
Conclusión
La tragedia de los patriotas franceses es que razonan en términos de una visión puramente terrenal, el naturalismo. Incluso en geopolítica, las referencias católicas deben servir de sustrato para comprender la lucha a muerte entre Occidente y Rusia en sus intentos de ultimar la gobernanza mundial, la nueva Babel.
El trasfondo de la historia sigue siendo y será siempre religioso, y las manifestaciones materiales (el dinero digital que se está desarrollando incluso con la Rusia de Putin, la identidad digital, la deuda, el suministro energético, etc.) no son más que herramientas en manos de distintas facciones globalistas violentamente enfrentadas entre sí, como los ángeles caídos en el Infierno.
Los mensajes de La Salette (1846) y Fátima (1917) están ahí para recordarnos la existencia del remedio salvífico. Por el momento, la humanidad hace oídos sordos a esta llamada mariana. Las consecuencias se harán sentir.
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