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Robert Morrison | Columnista de Remnant | Miércoles, 7 de febrero de 2024 | Traducido por Elisa Hernández
Al pensar en la mejor manera de resistir a Francisco (y a cualquier hereje que el próximo cónclave pueda elegir), debemos reconocer que Dios nos ha dado el ejemplo del arzobispo Marcel Lefebvre, que libró estas mismas batallas mucho antes de que el mundo hubiera oído hablar de Jorge Bergoglio.
Uno de los aspectos más perversos de la ocupación del papado por parte de Francisco es su descarado asalto a la verdad católica. La mayoría de nosotros hemos visto varios indicios de esto en los últimos diez años, pero vale la pena resumir algunas de las principales armas que Francisco utiliza para atacar la Fe que pretende representar:
- Cuestiona (o rechaza) las enseñanzas asentadas de la Iglesia. Francisco ha cuestionado públicamente numerosas enseñanzas de la Iglesia, como la existencia del infierno, la permisibilidad de la pena de muerte, la necesidad de que la Iglesia convierta a los pecadores y las condiciones necesarias para recibir la Sagrada Comunión, entre otras.
- Respalda religiones fundamentalmente opuestas al catolicismo. Desde su Declaración de Abu Dhabi hasta el Sínodo sobre la Sinodalidad, Francisco ha respaldado repetidamente las religiones falsas e incluso ha sugerido que Dios las quiere positivamente.
- Honra a los enemigos de la Iglesia. Francisco se asocia rutinariamente con los enemigos globalistas declarados de la Iglesia y también promueve a herejes declarados a puestos de honor en la Iglesia.
- Persigue a los católicos tradicionales. Desde la Traditionis Custodes y la persecución de obispos que apoyan el catolicismo tradicional, hasta la frecuente denuncia de los católicos tradicionales como rígidos y retrógrados, Francisco persigue abiertamente a los católicos tradicionales.
- Ataca la historia de la Iglesia. En varias ocasiones, Francisco ha criticado la historia de la Iglesia Católica, como en su «gira de disculpas» de 2022 en Canadá.
Cada una de estas prácticas es vil incluso cuando se consideran aisladamente, pero consideradas en conjunto pintan un cuadro tan inconfundible como inquietante: la característica que define la ocupación hostil del papado por parte de Francisco es su deseo inequívoco de abolir la verdad católica. Podemos ver esto más claramente al considerar la profunda hipocresía que conllevan estas prácticas:
- Es de ‘mente abierta’ en cuanto a las creencias religiosas que todos los santos han rechazado, pero de mente cerrada en cuanto a la Fe que todos ellos profesaban.
- No tiene más que cosas malas que decir sobre aquellos que aman a la Iglesia lo suficiente como para luchar por ella, pero nada más que cosas buenas que decir sobre tantos que odian a la Iglesia lo suficiente como para intentar destruirla.
- Trabaja para que los católicos desprecien y duden del catolicismo, pero anima a los no católicos a que aprecien sus falsas religiones.
- Ataca libremente la historia de la Iglesia y a sus santos, pero se convierte en un tirano vengativo cuando uno se atreve a criticar a los herejes que ha designado para destruir la Iglesia.
Por estas razones, es tedioso debatir si Francisco ha caído en la «herejía formal» o en la «herejía manifiesta» – es tan abiertamente opuesto a la verdad católica como podría serlo una persona que dice ser católica. Si de alguna manera ha evitado técnicamente dar un paso que convencería a todos los obispos fieles de declarar que ha caído en herejía formal o manifiesta, es sólo para poder infligir más daño a la Iglesia permaneciendo en el poder. Según todas las apariencias, se ha guiado por una concepción verdaderamente retorcida de hasta dónde puede llegar sin provocar que los cardenales y obispos fieles restantes le declaren antipapa y elijan un nuevo papa.
En esta batalla a la que nos enfrentamos, hay algo liberador en seguir el ejemplo del arzobispo Lefebvre resolviendo que nunca apoyaremos ni la más mínima apariencia de error, sin importar quién nos diga que debemos obedecer absolutamente.
¿Qué ocurre, entonces, si los cardenales y los obispos nunca actúan? Como se describió en un artículo anterior, San Roberto Belarmino escribió que los católicos debían «resistir a un Papa que destruyera la Iglesia» si la Iglesia era incapaz de destituirlo:
«Por lo tanto, incluso si la Iglesia no pudiera deponer a un Papa, aún así, puede y debe rogar al Señor que aplique el remedio, y es seguro que Dios tiene cuidado de su seguridad, que convertiría al Papa o lo aboliría de entre ellos antes de que destruya la Iglesia. Sin embargo, de aquí no se deduce que no sea lícito resistirse a un Papa destructor de la Iglesia; pues es lícito amonestarle conservando toda reverencia, y corregirle modestamente, incluso oponerse a él con la fuerza y las armas si pretende destruir la Iglesia.»
Llamar simplemente antipapa a Francisco no lo elimina, y mucho menos proporciona un proceso por el que la Iglesia elegirá a otro para sustituirlo. Así que si la Iglesia no puede destituir (y sustituir) a un papa destructor, debe resistirse a él y «rogar al Señor que aplique el remedio».
Al pensar en la mejor manera de resistir a Francisco (y a cualquier hereje que el próximo cónclave pueda elegir), debemos reconocer que Dios nos ha dado el ejemplo del arzobispo Marcel Lefebvre, que libró estas mismas batallas mucho antes de que el mundo hubiera oído hablar de Jorge Bergoglio. Muchos católicos sinceros imaginan que los problemas actuales de la Iglesia comenzaron cuando Benedicto XVI anunció su dimisión, pero podemos ver que el arzobispo Lefebvre tuvo que hacer frente a los mismos males considerados anteriormente:
- Cuestionamiento (o rechazo) de la doctrina establecida de la Iglesia. Como ya se comentó en un artículo anterior, Juan Pablo II promovió los errores anticatólicos de un infierno potencialmente vacío y de la salvación universal. Y, aunque se trata de una herejía mucho menos significativa que la salvación universal, también debemos reconocer que Juan Pablo II sentó el precedente para las creencias de Francisco sobre la pena de muerte.
- Respaldo a religiones fundamentalmente opuestas al catolicismo. La infame Reunión de Oración de Juan Pablo II en Asís envió el mensaje erróneo al mundo de que la Iglesia Católica aprobaba las religiones falsas.
- Honrar a los enemigos de la Iglesia. Juan Pablo II nombró cardenales a numerosos pervertidos y/o herejes como: Joseph Bernadin, Godfried Danneels, Henri de Lubac, Carlo Maria Martini, Hans Urs von Balthasar, Yves Congar, Walter Kasper, Theodore McCarrick y Jorge Mario Bergoglio, entre otros.
- Persecución de los católicos tradicionales. Incluso antes de que Juan Pablo II excomulgara al arzobispo Lefebvre por consagrar a cuatro obispos en 1988, Juan Pablo II y Pablo VI habían dedicado considerables esfuerzos a frenar la defensa de la Tradición católica por parte del arzobispo Lefebvre.
- Ataques la Historia de la Iglesia. De hecho, existe una página Wiki para la «Lista de disculpas del Papa Juan Pablo II». La entrada comienza con esta sinopsis: «El Papa Juan Pablo II pidió muchas disculpas. Durante su largo reinado como Papa, pidió perdón a judíos, mujeres, personas condenadas por la Inquisición, musulmanes asesinados por los cruzados y a casi todas las personas que habían sufrido a manos de la Iglesia católica a lo largo de los años.»
Basándonos en estas realidades, ¿cómo podemos evitar honestamente llegar a las mismas conclusiones sobre Juan Pablo II a las que llegamos sobre Francisco más arriba? ¿Fueron los esfuerzos de Juan Pablo II por abolir la verdad católica menos problemáticos que los de Francisco? En todo caso, los esfuerzos de Juan Pablo II fueron mucho más letales porque inspiraba infinitamente más respeto entre los católicos que Francisco.
Todos los que hoy predican el evangelio del falso ecumenismo son anatema. Todos los que predican el evangelio de la tradición viva que evoluciona para adaptarse a los tiempos son anatema.
Sorprendentemente, sin embargo, también debemos ver que Juan Pablo II fue mucho peor en un aspecto absolutamente crucial: en lugar de simplemente excomulgar al arzobispo Lefebvre por las consagraciones de 1988, Juan Pablo II utilizó ese episodio para dividir a los católicos tradicionales sobre los errores del Vaticano II, como podemos ver en la siguiente declaración de su carta apostólica sobre la excomunión, Ecclesia Dei:
«La raíz de este acto cismático puede discernirse en una noción incompleta y contradictoria de la Tradición. Incompleta, porque no tiene suficientemente en cuenta el carácter vivo de la Tradición, que, como enseñó claramente el Concilio Vaticano II, ‘procede de los apóstoles y progresa en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo’. Se produce un crecimiento en la comprensión de las realidades y las palabras que se transmiten. Esto se produce de varias maneras. Viene a través de la contemplación y el estudio de los creyentes que ponderan estas cosas en sus corazones. Proviene del sentido íntimo de las realidades espirituales que experimentan’».
Según Juan Pablo II, el arzobispo Lefebvre fue «cismático» porque actuó basándose en una creencia «errónea» de que la verdad católica inmutable no puede evolucionar para convertirse en algo que contradiga lo que una vez fue.
Así pues, mientras que Juan Pablo II podría haberse limitado a condenar las consagraciones de los cuatro obispos, en su lugar aprovechó la oportunidad para intentar silenciar la oposición a los continuos asaltos a la verdad católica. Esto fomentó el desarrollo de una peligrosa mentalidad que tolera algunos errores opuestos a la Fe (como el falso ecumenismo) para mantener el favor del papa. Sin embargo, como escribió el papa León XIII en Satis Cognitum, no podemos rechazar ni una sola verdad de la Fe sin rechazar con ello toda la religión:
«Pues tal es la naturaleza de la fe que nada puede ser más absurdo que aceptar unas cosas y rechazar otras. La fe, como enseña la Iglesia, es ‘aquella virtud sobrenatural por la que, con la ayuda de Dios y mediante la asistencia de su gracia, creemos que es verdad lo que Él ha revelado, no a causa de la verdad intrínseca percibida por la luz natural de la razón, sino por la autoridad de Dios mismo, el Revelador, que no puede engañar ni ser engañado’ (Conc. Vat., Sess. iii., cap. 3). Si entonces es cierto que algo es revelado por Dios, y esto no es creído, entonces nada en absoluto es creído por la Fe divina: porque lo que el Apóstol Santiago juzga ser el efecto de una delincuencia moral, lo mismo debe decirse de una opinión errónea en materia de fe.»
Al poner en duda el infierno y la necesidad de que las almas sean católicas si quieren hacer todo lo posible para agradar a Dios y salvar sus almas, Juan Pablo II llevó a innumerables católicos a cuestionar toda la base de la Fe. Los alejó de la Fe. Los condujo al infierno.
La verdad libera, une y da poder a aquellos que están dispuestos a morir por ella. Por el contrario, los que están dispuestos a aferrarse al más mínimo error serán los agentes de la esclavitud al diablo, la desunión y la emasculación.
¿Cómo respondió el arzobispo Lefebvre a los ataques postconciliares contra la Fe? Cuando se vio obligado a elegir entre la lealtad a los papas y la lealtad a la inmutable Fe católica, el arzobispo Lefebvre eligió ambas, como podemos leer en su famosa Declaración de 1974:
«Es imposible modificar profundamente la lex orandi sin modificar la lex credendi. Al Novus Ordo Missae corresponden un nuevo catecismo, un nuevo sacerdocio, nuevos seminarios, una Iglesia pentecostal carismática, todo ello opuesto a la ortodoxia y a la enseñanza perenne de la Iglesia. Esta Reforma, nacida del Liberalismo y del Modernismo, está envenenada hasta la médula; deriva de la herejía y termina en la herejía, aunque todos sus actos no sean formalmente heréticos. Por lo tanto, es imposible para cualquier católico fiel y consciente abrazar esta Reforma o someterse a ella en modo alguno. La única actitud de fidelidad a la Iglesia y a la doctrina católica, en vista de nuestra salvación, es un rechazo categórico a aceptar esta Reforma. Por eso, sin ningún espíritu de rebelión, amargura o resentimiento, proseguimos nuestra labor de formación de sacerdotes, con el Magisterio intemporal como guía. Estamos persuadidos de que no podemos prestar mayor servicio a la Santa Iglesia Católica, al Soberano Pontífice y a la posteridad».
Escribió estas palabras durante el desastroso reinado de Pablo VI y casi con toda seguridad diría lo mismo hoy bajo el desastroso reinado de Francisco. Una negativa categórica a aceptar la «Reforma» es la única manera de ser leal a la Iglesia y al papado. La aceptación del error, por leve que parezca, es en última instancia desleal a ambos.
Para hacer este análisis más concreto, podemos considerar simplemente la oposición al Sínodo sobre la sinodalidad. Sí, es importante luchar contra los males titulares del Sínodo, como las discusiones sobre la ordenación de mujeres y el enfoque de «acompañar» a quienes mantienen relaciones inherentemente pecaminosas. Pero el arzobispo Lefebvre nos diría que todo el proceso está «envenenado hasta la médula» porque reexamina cuestiones asentadas de la Fe, implica a los laicos en un «proceso democrático» blasfemo para redefinir la Fe y se basa totalmente en la afirmación herética de que todas las almas bautizadas – incluso las que rechazan las enseñanzas de la Iglesia – son miembros de la Iglesia católica, cuyas opiniones anticatólicas deben ser acomodadas.
En esta batalla a la que nos enfrentamos, hay algo liberador en seguir el ejemplo del arzobispo Lefebvre resolviendo que nunca apoyaremos ni la más mínima semblanza de error, sin importar quién nos diga que debemos obedecer absolutamente. De lo contrario, estaremos sumidos en el dilema de intentar servir a dos amos, cuando sabemos que uno de ellos resulta estar representando los intereses de Satanás. Es mucho mejor tener la determinación que tan bien expresó el arzobispo Lefebvre en su Declaración de 1974:
«Ninguna autoridad, ni siquiera la más alta de la jerarquía, puede obligarnos a abandonar o disminuir nuestra fe católica, tan claramente expresada y profesada por el Magisterio de la Iglesia durante diecinueve siglos. ‘Pero si nosotros – dice San Pablo – o un ángel del cielo os anunciare otro evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema’ (Gal. 1:8)».
Todos los que hoy predican el evangelio del falso ecumenismo son anatema. Todos los que predican el evangelio de la tradición viva que evoluciona para adaptarse a los tiempos son anatema. Y, debido a que tantos han aceptado esos falsos evangelios durante cinco décadas desde la Declaración de 1974 del arzobispo Lefebvre, es muy acertado que ahora tengamos a Francisco ocupando el papado.
Así que, volviendo a San Roberto Belarmino, ¿cómo podemos efectivamente «rogar al Señor que aplique el remedio» a la crisis de la Iglesia y del mundo perpetuada por Francisco hoy? No podemos hacerlo escogiendo qué herejías nos parecen más ofensivas. Dado que todo error opuesto a la Fe se burla de la verdad de Dios, hay algo verdaderamente ofensivo para Él en decir, por ejemplo, que aprobaremos el falso ecumenismo de Juan Pablo II pero que censuraremos las bendiciones de Francisco para las uniones entre personas del mismo sexo. Si queremos solicitar la gracia de Dios, debemos rechazar todo error.
La verdad libera, une y da poder a aquellos que están dispuestos a morir por ella. Por el contrario, quienes estén dispuestos a aferrarse al más mínimo error serán los agentes de la esclavitud del diablo, la desunión y la emasculación. Necesitamos confiar y amar a Dios lo suficiente como para elegir el camino que el arzobispo Lefebvre emprendió en 1974 y nunca abandonó. De lo contrario, estaremos prácticamente suplicando a Dios que permita que la crisis se agrave.
¡Corazón Inmaculado de María, ¡ruega por nosotros!
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