Traducido por Jules
Tema | La Natividad de Cristo |
Color | Blanco o dorado |
Sentimiento | Alegría |
Símbolos | La estrella, el pesebre, velas de Navidad, campanas, la Virgen con el Niño, la Sagrada Familia, ángeles, los Reyes Magos, el árbol de Navidad, hiedra y acebo, flores de Nochebuena, el espino de Glastonbury, el muérdago, rosas de Navidad, el tronco navideño, el cardenal, el petirojo |
Duración | Con respecto a las calculaciones litúrgicas: del 25 de diciembre al 13 de enero (Octava de la Epifanía).Como temporada espiritual o ciclo litúrgico: del 25 de diciembre a la fiesta de la Candelaria. |
Es este, y no el Adviento, el verdadero Tiempo de Navidad. Ahora bien, mientras que la mayoría de las personas en países secularizados, o de fuerte influencia protestante, están guardando las “cosas navideñas”, y los centros comerciales dejan de atronar: “¡ahí viene Papá Noel!”, los católicos acabamos de empezar. Todo el aseo, la cocción y los demás preparativos que nos han ocupado el tiempo durante el penitencial Adviento ahora compensan: en efecto, ¡comiencen los festines y villancicos!
Todo el Ciclo de Navidad es un crescendo de la manifestación de Cristo como Dios y Rey: a los pastores, a los Reyes Magos, a los presentes durante el Bautismo en el Jordán, a Simeón y a la profetisa Ana (Lc 2). Los días que comienzan con la fiesta de la Natividad y acaban con la Epifanía se conocen como “los doce días de Navidad”, la Navidad propia siendo el primer día, y la Noche de Reyes —el 5 de enero— siendo el último. El período de Navidad termina de modo litúrgico el 13 de enero, Octava de la Epifanía y Bautismo de Cristo (después del cual comienza el Tiempo después de la Epifanía). Pero la Navidad no termina espiritualmente —es decir, la celebración de los eventos de la vida de Cristo como niño no terminan, ni tampoco acaba el gran Ciclo de Navidad— hasta la Candelaria el 2 febrero y el inicio del Tiempo de la Septuagésima.
De esta manera, así como desde Miércoles de Ceniza hasta Pascuas, conmemoramos a Cristo en el desierto durante cuarenta días, y como después de Pascuas, celebramos a Cristo resucitado durante cuarenta días hasta la Ascensión, celebramos al Niño Jesús durante cuarenta días, empezando con la Navidad y terminando con la Candelaria —o incluso, de manera más general, durante todo el Tiempo después de la Epifanía—. El esquema de esas celebraciones del Niño Jesús se desarrolla así:
- Navidad. Cristo nace.
- La fiesta de los Santos Inocentes. Herodes, buscando matar a Jesús, masacra a los niños varones.
- La Circuncisión (Octava de la Navidad). Jesús obedece a la Ley mosaica.
- La fiesta del Santo Nombre de Jesús. Después de Su circuncisión, recibe un nombre y se hace parte de la Sagrada Familia.
- Noche de Reyes. Los doce días de Navidad, como fiesta propia, llegan a su fin.
- Fiesta de la Epifanía. Jesús revela Su divinidad a los tres Reyes Magos, durante Su Bautismo y en las bodas de Caná.
- Bautismo de Nuestro Señor/Octava de la Epifanía. La Navidad termina de forma litúrgica aquí.
- Fiesta de la Sagrada Familia. Jesús condesciende a estar sujeto a Sus padres.
- Fiesta de la Purificación (la Candelaria). Cuarenta días después de dar a luz, María se presenta en el Templo para purificarse y para “redimir” a Jesús por la Ley veterotestamentaria del primogénito. La temporada navideña se acaba de veras con la Candelaria y con el principio de la Septuagésima.
Los símbolos de la Navidad
La luz es el símbolo navideño preeminente. Cristo luz, presagiado por las velas del Adviento, ahora es simbolizado por la vela de Cristo, que arde a lo largo de los doce días de Navidad. Las fiestas de la Epifanía y de la Candelaria celebran a Cristo-luz-del-mundo de modo más explícito aún.
Durante la Edad Media, se daban espectáculos públicos en Nochebuena, piezas dramáticas llamadas “misterios”, en unos de los cuales figuraba un “árbol del paraíso” —que representaba tanto el árbol del conocimiento del bien y del mal como el árbol de la vida del jardín del Edén— porque la vigilia de la Navidad era, de modo no oficial, la “festividad” de Adán y Eva (de hecho, lo es de modo oficial en varias Iglesias orientales). Se decoraba el árbol con manzanas de colores vivos, para representar el fruto prohibido, y con dulces, para el fruto del árbol de la vida. Se suprimió a estos misterios durante el siglo XV, pero los fieles mantuvieron la tradición del “árbol del paraíso”.
En otro nivel de simbolismo, san Bonifacio (675-754), en el pueblo de Geismar (Alemania), taló un roble que era sagrado para los paganos; quiso demostrarles que no les sucedería ningún mal, que Thor era impotente. Se cuenta que derribado el roble, el misionero apuntó a un abeto pequeño que crecía junto al tocón, y dijo: “Ustedes erigen sus casas con la madera de este humilde árbol: que Cristo esté en el centro de sus hogares. Las hojas de este árbol mantienen su verdor aun en los días más oscuros: que Cristo sea la luz constante de sus vidas. Las ramas se estiran para abrazar y la punta se orienta hacia el cielo: que Cristo les sea consuelo y guía siempre.”
El laurel, muy usado en tiempos romanos para hacer guirnaldas, es símbolo de victoria y logro; llegó a considerarse también como símbolo de la victoria de Cristo. Era común ver el laurel a veces en las lápidas, y la palabra laureado (coronado con laureles; exitoso y premiado) tiene por raíz a laurel.
En la Roma antigua, las guirnaldas (hechas de laurel) se usaban como símbolo de victoria. Los cristianos retomaron la práctica, usando guirnaldas (por lo general de pino hoy en día) para representar la victoria del Rey recién nacido. Algunas familias convierten la corona de Adviento en corona de Navidad para usar a partir de la mañana del día de Navidad.
El romero es símbolo cristiano muy, muy antiguo. Cuenta la leyenda que durante la huida a Egipto, después de la visita de los Reyes Magos y el sueño de José, Nuestra Señora, habiendo lavado la ropa del Niño Jesús, la tendió en uno arbusto de romero para secarla. Desde entonces, Dios bendijo al romero con suave fragancia.
Inicialmente, por asociación con el paganismo, se prohibió a los cristianos el uso de la hiedra, pero durante la Edad Media, olvidada esta asociación, se empezó a ver en la hiedra un símbolo de la dependencia humana a la fuerza divina, por la manera en que la hiedra se aferra a todo sobre el que crece.
Las hojas espinosas y las bayas rojas del acebo representan la corona de espinas manchada con la Sangre de Cristo; recuerdo para nosotros que el Santo Infante nació aquella noche con un único propósito: redimirnos con Su Sangre. Un simbolismo más antigüo asocia el acebo con la zarza ardiente que presenció Moisés.
El muérdago es un parásito venenoso que crece en los árboles de hoja caduca, considerado como “sagrado” por los druidas y vikingos. La tradición francesa sostiene que la planta es venenosa porque crecía en el árbol del que se fabricó la cruz en la que padeció Cristo. La costumbre dicta que dos personas que por acaso se encuentren bajo el muérdago tienen que besarse, por lo cual se suele colgar de los dinteles o techos. Esta costumbre se reserva en Francia para la víspera de Año Nuevo.
La flor de Nochebuena, originaria de México y América Central, es tradición navideña del Nuevo Mundo. La forma de las hojas simboliza la Estrella de Belén; el color rojo, la Sangre de Cristo y el amor ardiente de Dios. Una leyenda mexicana cuenta que una pobre niña quería darle al Niño Jesús algo para Su cumpleaños, pero no pudo ofrecer más que mala hierba, por ser eso lo único que tenía. Mientras la colocaba cerca del altar en la iglesia, de pronto aparecieron magníficas floraciones rojas.
Para mantener la frescura de las flores, no regarlas en exceso (antes de regar, quitarle el plástico decorativo a la maceta y dejar que se desagüe esta por completo) y colocarlas en un lugar fresco.
La rosa de Navidad (o eléboro negro) es una tradición navideña de Alemania. El folclore está impregnado de elementos muy semejantes a la leyenda de la flor de Nochebuena: una humilde pastora sintió que entre todo cuanto pudiera dar ella al Niño Jesús y los obsequios de los Reyes Magos, nunca habría comparación. Sentada, llorando, vio aparecer un ángel que barrió la nieve alrededor de sus pies, y de allí enseguida brotaron preciosas floraciones blancas en forma de copa. Le dijo el ángel, “Ni la mirra, ni el incienso, ni el oro es ofrenda tan digna para el Niño Mesías como estas puras rosas de Navidad”. Esta flor bonita puede florecer durante todo el invierno.
En el año 63 d. C., san Felipe Apóstol mandó a san José de Arimatea (Jn 19) para Inglaterra con once compañeros. Según la leyenda, llegado san José al condado de Somerset, hincó en el suelo su báculo, el cual era de rama de una especie de majuelo que crecía solo en la región mediterránea de Europa. Brotó del bastón el espino de Glastonbury —planta que, curiosamente, florece dos veces al año: alrededor de Pascuas y Navidad—.
La planta original fue destruida por los puritanos de Cromwell (se dice del soldado quien la taló que se hizo ciego al soltarse del arbusto una gran astilla), pero se habían recogido muchos esquejes de la misma; la progenie sigue en Glastonbury hasta el día de hoy, pregonando así la Navidad con sus floraciones. Desde 1929, se envía flores del espino a la Reina (o Rey) de Inglaterra como adorno para la mesa en el día de Navidad.
La rosa de Jericó sobrevive acurrucada, durmiente, parda y desecada por muchos años, para luego abrirse y volverse verde con solo un poco de agua. Después de tornarse un lindo verde, vuelve al estado durmiente cuando se quita el suministro de agua. Por este atributo fascinante, muchas veces se guarda durmiente en casa y se saca en tiempo de Navidad para florecer y luego cerrarse, como símbolo del abrir y cerrar de la matriz de María. Lea más sobre esta planta y vea imágenes más grandes de ella durmiente y verde aquí [enlace en inglés solamente].
La leyenda dice que a finales del siglo XIX, un confitero en el estado norteamericano de Indiana quería expresar el sentido santo de Navidad mediante un símbolo hecho de golosina. Tomó palitos de menta y los plegó para figurar tanto el cayado que llevaban los pastores que adoraban al Niño Jesús como la letra “J”, para Jesús mismo. Dejó que el blanco simbolizara la pureza y la naturaleza inmaculada de Jesús, pero añadió bandas rojas para representar Su Sangre. Las rayitas, en grupos de tres para representar la Santísima Trinidad, simbolizan las heridas de Su flagelación; la franja gruesa representa la Sangre que Jesús derramó por la humanidad.
No sé si estos pájaros habiten en otros lugares del mundo, pero en Norteamérica, los cardenales se han convertido en un precioso símbolo de Navidad. Si usted vive donde es común esta dulce ave cantora de pico y máscara negros, y quiere atraerla a su jardín, haga un comedero parado (no colgante), de entre uno y dos metros de altura y con charola amplia, e hínquelo en el suelo, de preferencia dentro o muy cerca de unos arbustos. Llénelo de semillas de girasol (las preferidas del pájaro), cacahuates, semillas de alazor, maíz, pasas, manzanas secas y/o mijo. Coloque una bañera para pájaros allí cerca (con calefacción si es posible). Más probable vendrán si hay tanto árboles de hoja perenne como de hoja caduca. Los cardenales no son migratorios, así que le harán compañía durante todo el año. Solamente el macho tiene el plumaje de color intenso; la hembra tiene la misma forma y el mismo pico rojo, pero su cuerpo es marrón oliva. Para escuchar el canto del cardenal, siga el enlace.
El petirrojo es otro hermoso símbolo navideño. Cuenta la historia que hizo José un fuego en el pesebre para dar calor a Jesús y María, pero las llamas seguían extinguiéndose. Vino un petirrojo y las avivó con sus alas para que no se apagara el fuego, y por su proximidad al calor su pecho se volvió rojo.
Se dice también que un petirrojo se posó en el hombro de Jesús mientras Él llevaba la cruz el Viernes Santo. Cuando el pájaro quitó unas espinas del divino frente, el pecho del pájaro se quedó manchado con la Preciosa Sangre para siempre. Para oír el canto del petirrojo, cliquee aquí.
El origen del villancico (es decir, el canto popular, y no los himnos formales propios a la Navidad) se puede remontar hasta san Francisco de Asís, quien compuso varios misterios (comedias plebeyas) navideños. Entre los actos se cantaban villancicos; incluso había espectadores que los cantaban en las calles. Durante los doce días de Navidad, los invitados a las fiestas cantaban villancicos mientras iban de una casa a otra. Esto dio lugar a la costumbre que conocemos hoy en día, la de ir cantando de puerta en puerta, muchas veces para ser galardonado con dulces y bebidas calientes.
Lectura
“Mística del Tiempo de Navidad”
De El año litúrgico de dom Próspero Gueranger
Todo es misterioso en los días que nos ocupan. El Verbo Divino, cuya generación es anterior a la aurora, nace en el tiempo; un Niño es Dios; una Virgen es Madre quedando Virgen; se entremezcla lo divino con lo humano y la sublime e inefable antítesis expresada por el discípulo amado en aquella frase de su evangelio: EL VERBO SE HIZO CARNE, se repite en todas las formas y tonos en las oraciones de la Iglesia; resumiendo admirablemente el gran prodigio que acaba de verificarse en la unión de la naturaleza divina con la humana. Misterio desconcertador para la inteligencia, pero dulce al corazón de los fieles; es la consumación de los designios divinos en el tiempo, motivo de admiración y pasmo para los Ángeles y Santos en la eternidad, y al mismo tiempo principio y motivo de su felicidad. Veamos cómo se lo propone la Iglesia a sus hijos en la Liturgia.
EL DÍA DE NAVIDAD. — Hénos ya llegados, como a un término deseado, al día veinticinco de diciembre, después de cuatro semanas de preparación, símbolo de los miles de años del antiguo mundo; lo primero que sentimos es un movimiento natural de extrañeza al ver que este día es el único que posee la inmutable prerrogativa de celebrar el Nacimiento del Salvador; todo el ciclo litúrgico parece fatigarse en cambio, todos los años al tratar de dar a luz ese otro día variable, al que está ligada la memoria del misterio de la Resurrección.
Ya en el siglo cuarto, san Agustín se creyó obligado a explicar esta diferencia en su famosa epístola ad Ianuarium; en ella dice que únicamente celebramos el día del Nacimiento del Salvador para conmemorar el Nacimiento efectuado por nuestra salvación, sin que el día en que ocurrió tenga en sí significado misterioso alguno; en tanto que el día de la semana en que se realizó la Resurrección fue escogido en los decretos eternos para expresar un misterio del que se debía hacer expresa conmemoración hasta el fin de los siglos. San Isidoro de Sevilla y el antiguo comentador de los ritos sagrados, que durante mucho tiempo se creyó sería Alcuino, se adhieren en esta materia al parecer del obispo de Hipona; Durando, en su Rationale, no hace más que explicar sus palabras.
Estos autores hacen notar que, conforme a la tradición eclesiástica, habiendo ocurrido la creación del hombre en viernes y muerto el Salvador en ese mismo día para expiar el pecado de los hombres; y habiéndose, por otra parte, realizado la Resurrección de Jesucristo al tercer día, es decir el Domingo, día en que señala el Génesis la creación de la luz, “las solemnidades de la Pasión y Resurrección, como dice san Agustín, no tienen por objeto solamente el conmemorar los hechos, sino que además tienen un sentido sagrado y misterioso”[1].
Pero no creamos que, por no estar ligada a ningún día de la semana en particular la celebración de la Navidad el 25 de diciembre, haya quedado completamente exenta de un significado místico. En primer lugar, podríamos afirmar con los antiguos liturgistas que la fiesta de Navidad recorre sucesivamente todos los días de la semana, para santificarlos y absolverlos de la maldición que el pecado de Adán había hecho recaer sobre cada uno de ellos. Pero existe otro mucho más sublime misterio que declarar en la elección de este día; misterio que, si no se refiere a la división del tiempo que Dios mismo trazó y que llamamos Semana, se relaciona del modo más significativo con el curso del gran astro por cuyo medio renacen y se conservan sobre la tierra el calor y la luz, es decir, la vida. Jesucristo, nuestro Salvador, la luz del mundo[2], nació en el momento en que la noche de la idolatría y del pecado tenía sumergido al mundo en las más espesas tinieblas. Y he aquí que el día de ese nacimiento, el 25 de diciembre, es precisamente cuando este sol material, en lucha con las tinieblas y ya próximo a extinguirse, se reanima de repente y se dispone al triunfo.
En el Adviento, hemos advertido ya con los Santos Padres la disminución de la luz física como un triste símbolo de estos días de universal espera; con la Iglesia hemos suspirado por el divino Oriente, por el Sol de Justicia, el único que nos podrá librar de los horrores de la muerte del cuerpo y del alma. Dios nos ha oído, y en el mismo día del solsticio de invierno, célebre en el mundo antiguo por sus terrores y regocijos, nos concede juntamente la luz material y la antorcha de las inteligencias.
San Gregorio Niseno, san Ambrosio, san Máximo de Turín, san León, san Bernardo y los más celebrados liturgistas se complacen en señalar el profundo misterio impreso en su obra, a la vez natural y sobrenatural, por el Creador del universo; veremos que también hacen alusión a él las oraciones de la Iglesia en el Tiempo de Navidad, como lo hicieron en el Adviento.
“En este día que hizo el Señor, dice san Gregorio de Nisa en su Homilía sobre Navidad, las tinieblas comienzan a disminuir y crece la luz, siendo arrojada la noche más allá de sus fronteras. En verdad, hermanos míos, esto no sucede al azar, ni al capricho de una extraña voluntad, el día en que resplandece El que es la vida divina de los hombres. Es la naturaleza quien bajo este símbolo revela un secreto a los que tienen la mirada penetrante, y son capaces de comprender esta circunstancia de la venida del Señor. Paréceme oír decir: ¡Oh hombre! piensa que, bajo las cosas que contemplas, te son revelados escondidos misterios. La noche, ya lo sabes, había llegado a su más larga duración y de repente se detiene. Considera la funesta noche del pecado, que había llegado a su colmo reuniendo en sí toda clase de culpables artificios; en el día de hoy ha sido detenida su carrera. Desde hoy será más pequeña y pronto quedará reducida a la nada. Contempla ahora los rayos del sol más vivos, el astro mismo más elevado en el cielo, y al mismo tiempo considera la verdadera luz del Evangelio que aparece ante todo el mundo.”
“Alegrémonos, hermanos míos, exclama a su vez san Agustín, porque este día es sagrado, no por razón del sol visible, sino por el nacimiento del invisible Creador del sol. El Hijo de Dios eligió este día para nacer, como eligió también una Madre, Él, creador al mismo tiempo del día y de la Madre. Este día, efectivamente, en el que la luz comienza a crecer, era a propósito para simbolizar la obra de Cristo, quien, por medio de su gracia, renueva continuamente nuestro hombre interior. Habiendo resuelto el Creador eterno nacer en el tiempo, convenía que el día de su nacimiento estuviese de acuerdo con la creación temporal”[3].
En otro sermón sobre la misma fiesta, el obispo de Hipona nos da la clave de una misteriosa frase de san Juan Bautista, que confirma maravillosamente el pensamiento tradicional de la Iglesia. Este admirable Precursor había dicho hablando de Cristo: Es necesario que Él crezca y que yo disminuya[4]. Profética frase que, en su sentido literal, significaba que la misión de san Juan Bautista iba a concluir, mientras que la del Salvador estaba comenzando; pero, podemos ver también en ella, como san Agustín, un segundo misterio: “Juan vino al mundo cuando los días empiezan a disminuir, Cristo nació en el momento en que comienzan a crecer[5].” De este modo, todo es misterioso: la salida del Astro Precursor en el solsticio del verano, y la aparición del Sol celestial en el tiempo de las tinieblas.
La ciencia miope y ya anticuada de los Dupuis y de los Volney creía haber derrumbado los fundamentos de la superstición religiosa, por haber descubierto, entre los pueblos antiguos, la existencia de una fiesta del sol en el solsticio de invierno; les parecía que una religión no podría considerarse como divina, desde el momento en que su culto ofrecía analogías con fenómenos de un mundo, que si hemos de creer a la Revelación, no fue creado por Dios sino en vista de Cristo y de su Iglesia. Nosotros, en cambio, los católicos, hallamos la confirmación de nuestra fe donde estos hombres creyeron momentáneamente hallar su ruina[6].
Ya hemos, pues, explicado el misterio fundamental de esta festiva cuarentena, al descorrer el velo que ocultaba en la predestinación eterna, el misterio de ese día veinticinco de diciembre, que iba a ser el día del Nacimiento de Dios sobre la tierra. Tratemos de descubrir ahora con todo respeto un segundo misterio, el del lugar donde se realizó el Nacimiento.
EL LUGAR DEL NACIMIENTO. — Se trata de Belén. De Belén saldrá el caudillo de Israel. Lo había dicho el Profeta[7]: lo saben los Pontífices judíos y dentro de unos días se lo declararán a Herodes[8]. Pero ¿por qué razón fue escogida esta obscura ciudad con preferencia a otra, para ser el escenario de tan sublime suceso? Estad atentos, ¡oh cristianos! El nombre de la ciudad de David significa casa del Pan: he aquí por qué la escogió para manifestarse en ella, el que es Pan vivo bajado del cielo[9]. Nuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron[10]; pues, he ahí al Salvador del mundo, que viene a alimentar la vida del género humano por medio de su carne, que es verdadero manjar[11]. Hasta ahora Dios permanecía alejado del hombre: en adelante, ambos no serán más que una sola cosa. El Arca de la Alianza, que contenía sólo el maná corporal, es reemplazada por el Arca de la nueva Alianza; Arca más pura e incorruptible que la antigua: la incomparable Virgen María, la cual nos presenta al Pan de los Ángeles, alimento que transforma al hombre en Dios; pues, según dijo Jesucristo: El que come mi carne, vive en mí y yo en él[12].
JESÚS, PAN NUESTRO. — Esa es la divina transformación que el mundo esperaba desde hace tanto tiempo y por la que ha suspirado la Iglesia durante las cuatro semanas del Tiempo de Adviento. Por fin ha llegado la hora y Cristo va a entrar en nosotros, si queremos recibirle[13]. Su deseo es unirse a nosotros como ya se unió a la naturaleza humana en general, y para eso quiere hacerse nuestro Pan, nuestro alimento espiritual. No tiene otra finalidad su venida a las almas en este místico período. No viene a juzgar al mundo sino a salvarle, para que todos tengan vida, y una vida más abundante[14]. No descansará, pues, el divino amigo de nuestras almas hasta que se haya adentrado en nuestras almas de forma que no seamos nosotros los que vivamos, sino Él en nosotros; y para que con más suavidad se realice el misterio, el dulce fruto de Belén se dispone a entrar en nosotros bajo la forma de niño, para ir luego creciendo en edad y sabiduría delante de Dios y de los hombres[15].
Y cuando nos haya transformado en sí, después de habernos visitado por su gracia y por el alimento de su amor, aún realizará en nosotros un nuevo prodigio. Hechos una misma carne y un mismo corazón con Jesús, Hijo del Padre celestial, seremos también, por el hecho mismo, hijos de su Padre, de manera que el Discípulo amado pueda exclamar: Hijitos míos, mirad qué caridad nos ha hecho el Padre, ser hijos de Dios no sólo en nombre sino en realidad[16]. Mas, de esta suprema felicidad del alma cristiana y de los medios que se la ofrecen para mantenerla y acrecentarla, hablaremos en otro lugar más desahogadamente.
LITURGIA DE NAVIDAD. — Nos queda por decir unas palabras sobre los colores simbólicos usados por la Iglesia en este tiempo. El adoptado durante los veinte primeros días, que van hasta la Octava de Epifanía, es el blanco. Solamente lo abandona para honrar la púrpura de los mártires Esteban y Tomás de Cantorbery y para asociarse al duelo de Raquel que llora por sus hijos, en la fiesta de los Santos Inocentes; fuera de estos tres casos, la blancura de los ornamentos sagrados manifiesta la alegría que los Ángeles comunicaron a los pastores, el brillo del naciente Sol divino, la pureza de la Virgen Madre y el candor de las almas fieles que se apiñan alrededor de la cuna del Niño Dios.
Durante los veinte últimos días, las frecuentes fiestas de los santos exigen que los ornamentos de la Iglesia estén en armonía, bien con las rosas de los Mártires, bien con las inmortales que forma la corona de los Pontífices y Confesores, bien con los lirios que adornan a las Vírgenes. Los domingos, cuando con ellos no coincide ninguna fiesta de rito doble de segunda clase que imponga el color rojo o blanco, y cuando la Septuagésima no ha comenzado aún esa serie de semanas que preceden a la Pasión de Cristo, los ornamentos de la Iglesia son de color verde. La elección de este color quiere indicar, según los liturgistas, que con el Nacimiento del Salvador, que es la flor de los campos[17], ha nacido también la esperanza de nuestra salvación y que, pasado el invierno de la gentilidad y del judaísmo, comienza a reverdecer la primavera de la gracia.
Terminamos aquí la explicación mística de las prácticas generales del Tiempo de Navidad. Sin duda nos quedan todavía numerosos símbolos que aclarar; pero, como los misterios a que se refieren son propios de ciertos días en particular, más bien que del conjunto de esta parte del Año Litúrgico, de ellos hemos de tratar detalladamente y día por día, sin omitir ninguno.
[1] Epist. ad Ianuarium.
[2] S. Juan, VIII, 12.
[3] Sermón, III in Natali Domini.
[4] S. Juan, III, 30.
[5] Sermón, XI in Natali Domini.
[6] Ya hemos visto anteriormente que la fiesta de Navidad no ocupó en un principio un lugar uniforme en los distintos calendarios de la Iglesia. Piensan hoy muchos autores que esta fiesta fue fijada definitivamente en el 25 de diciembre para alejar a los fieles de una fiesta pagano muy popular, la fiesta del solsticio, que celebraba el triunfo del sol sobre las tinieblas la noche del 24 al 25 de diciembre. Este sistema de oponer la fiesta cristiana a otra pagana muy en boga, lo empleó la Iglesia con mucha frecuencia en los siglos primeros y siempre con feliz resultado.
[7] Miq., V, 2.
[8] S. Mat., II, 5.
[9] S. Juan, VI, 41.
[10] Ibíd., VI, 49.
[11] Ibíd., VI, 56.
[12] Ibíd., 57.
[13] S. Juan, I, 12.
[14] Ibíd., X, 10.
[15] S. Lucas, II, 40.
[16] I S. Juan, III, 1.
[17] Cant., II, 1.
Artículo original:
TUCCIARONE, Tracy. FishEaters. Christmas Overview. Disponible en <http://fisheaters.com/customschristmas1.html>.
Extracto de dom Gueranger:
GUERANGER, dom Próspero. El año litúrgico. Burgos: Aldecoa, 1954. Tomo I: Adviento y Navidad. Mística del Tiempo de Navidad (pp. 182-92). Disponible en <http://www.fsspx-sudamerica.org/fraternidad/descargar/libros/gueranger1.pdf>.
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