El hundimiento de la diplomacia francesa

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Articulo original : https://lesalonbeige.fr/leffondrement-de-la-diplomatie-francaise

Michel Janva el 13 de julio de 2024 – Traducido por Elisa Hernández

Por Antoine de Lacoste en la revista Politique :

En abril de 2022, Emmanuel Macron suprimió el cuerpo diplomático francés. Pocos se sintieron conmovidos por esta noticia, que parecía marcar un punto de inflexión, ya que por primera vez en siglos, Francia iba a confiar sus intereses diplomáticos a personas no profesionales de toda condición.

En realidad, esta decisión de nuestro omnipresente presidente no marcó un punto de inflexión sino que constituyó un certificado de defunción, una vocación decididamente tenaz en este hombre que no cree en Francia. Sin raíces, sin herencia que transmitir, sin convicciones espirituales, es difícil creer en este pequeño país que un día fue grande pero que, traicionado por sus élites, ha renunciado a serlo, aunque sólo sea moralmente.

Desde hace varias décadas, la diplomacia francesa navega sin instrumentos, según «valores» más o menos definidos, supuestos principios morales establecidos según criterios subjetivos, olvidando lo esencial: los intereses de Francia.

Cuando el general De Gaulle decidió abandonar la OTAN o reconocer a la China comunista, en contra de la opinión occidental, estaba marcando un rumbo: rechazar la tutela estadounidense y tender la mano al «sur global», es decir, a los no occidentales. Este último punto se redondeó espectacularmente con el discurso de Phnom Penh, en el que atacó abiertamente al imperialismo estadounidense.

Esto no quiere decir que De Gaulle fuera un estratega brillante. Él también tuvo sus incoherencias y cometió graves errores: entregar Argelia y el Sáhara a los terroristas del FLN, que no pedían tanto, fue una rendición no correspondida contraria a los intereses de Francia.

¿Y qué decir del acuerdo de inmigración de 1968 con Argelia? No tenía sentido temer que Colombey les Deux-Eglises (pueblo llamado Dos-Iglesias) se convirtiera un día en Colombey les Deux-Mosquées (Dos-mesquitas) si ello significaba abrir la puerta a todos los argelinos.

Por todo ello, la palabra de Francia contaba, en África, Oriente Próximo y Extremo Oriente. Este legado se mantuvo como se pudo, pero poco a poco el gusano empezó a picar. El frío pragmatismo de Richelieu, la destreza de Mazarino, la finura de Talleyrand, dejaron de ser ejemplos anticuados para ser sustituidos por comportamientos más modernos y más acordes con la moral republicana.

El encantador Bernard Kouchner (hijo de inmigrantes judíos de Letonia) fue uno de los promotores de este giro. En 1993, hubo una hambruna en Somalia. El fundador de Médicos sin Fronteras tomó cartas en el asunto y, con las cámaras rodando, cargó un saco de arroz a la espalda. La imagen dio la vuelta al mundo (a veces no hace falta mucho) y el médico caritativo pudo lanzar una brillante carrera política. Podríamos haberlo dejado así, pero no. Había que teorizar el acto para justificar la ayuda militar prestada en ocasiones. Se trataba del principio de intervención humanitaria. Como siempre, este concepto era completamente vago, pero no importa, lo que cuenta es la expresión en sí y no su contenido. Así resulta fácil justificar lo que es una injerencia humanitaria y lo que no lo es.

Los estadounidenses lo siguieron de cerca y, aunque su intervención militar en Somalia acabó en desastre (otro más), conservaron el concepto y lo aplicaron unos años más tarde contra Serbia.

Enfrentada a una rebelión albanesa en su provincia de Kosovo, a Serbia no se le permitió seguir su curso militar, en gran medida exitoso. Se inventaron masacres, se preparaba un «genocidio» y, en nombre del mismo principio de intervención humanitaria, se sometió a Serbia a 78 días de bombardeos intensivos. Las bombas habían tomado el relevo del saco de arroz, pero, al igual que con el confinamiento covidiano, era para «salvar vidas», ¿no?

Francia siguió el ejemplo y Chirac dijo sí a Clinton. Fue un giro importante: la diplomacia de los «valores» se impuso a los intereses de Francia, viejo amigo de Serbia que no podía creer la traición de Francia.

Francia se recuperó en 2003 y se negó a participar en la agresión estadounidense contra Irak. Fue la última vez que la diplomacia francesa dio muestras de independencia. «Francia debe ser castigada», declaró Condoleezza Rice, secretaria de Estado de George Bush. ¿Teníamos miedo? En cualquier caso, no volvimos a hacerlo.

La presidencia de Nicolas Sarkozy fue un festival, con el nombramiento de Bernard Kouchner como ministro de Asuntos Exteriores y la reintegración de Francia en la OTAN en 2009. Estados Unidos estaba satisfecho: Francia por fin había entrado en vereda. Incluso superó al maestro organizando la muy inteligente intervención en Libia. Cuando el ejército de Gadafi se disponía a masacrar a los insurgentes islamistas que habían tomado Bengasi, era absolutamente imprescindible salvar a esa buena gente. Sarkozy no escuchó ni a sus diplomáticos, sustituidos por Bernard-Henri Lévy (personaje muy mediático y controvertido en Francia de familia judía sefardí de Argelia), ni a los países africanos. Ellos aún lo recuerdan.

Una vez más, invocó el muy conveniente derecho a la intervención humanitaria, que se transformó en el deber de intervenir por razones humanitarias. ¿Por qué no? Libia ha quedado destruida, los islamistas del Sahel obtienen allí sus armas y los inmigrantes que desean descubrir el paraíso de Occidente pasan por allí de buen grado. Lo más gracioso es que Turquía y Rusia gobiernan ahora Libia, una al este y la otra al oeste. Es una brillante demostración de éxito geopolítico. Algún día Nicolas Sarkozy tendrá que explicar cuál era el interés de Francia en este asunto.

El resto no es más que un largo descenso a los infiernos de nuestra diplomacia, que ya no es diplomacia en absoluto, puesto que los intereses de Francia ya no son primordiales.

Laurent Fabius (socialista originario de una familia judía) inauguró la era de las imprecaciones, insultando al dirigente sirio Bashar al-Assad que no quería que su país se volviera islamista: «el fin se acerca para Bashar al-Assad», exclamó nuestro profeta, que también le negó el derecho a vivir. ¿Se imagina a Francisco I o a Luis XIV tratando así a un adversario, incluso en plena guerra? Es lo más opuesto a la diplomacia. Es cierto que su predecesor en Asuntos Exteriores, Alain Juppé, había mostrado el camino cerrando la embajada francesa en Damasco al comienzo de la guerra. Una vez más, ¿por qué? Francia tenía una tradición de buenas relaciones con Siria; nosotros pusimos fin a eso con una ligereza desconcertante. También hay que recordar que nuestros servicios secretos intercambiaban mucho con sus colegas sirios. Al romper toda relación con Siria, nos hemos privado de preciosas fuentes de información sobre el terrorismo islamista. Esa información nos faltó trágicamente cuando, poco después, se produjeron los atentados de París en el Bataclan y en las terrazas de los cafés. Habían sido organizados desde Siria. Esto habría merecido un replanteamiento, o al menos una reflexión. Pero no, nuestros diplomáticos aficionados están con las botas puestas. Ahora se sientan juntos en el Consejo Constitucional, desafiando sus respectivas competencias.

Ucrania es otro ejemplo espectacular de esta resignación diplomática que, curiosamente, va de la mano de la resignación intelectual. Ya no miramos a la historia (como en el caso de Crimea), apartamos la vista de la paciente estrategia estadounidense de cercar a Rusia con la OTAN, nos negamos a prestar atención a casi una veintena de advertencias rusas. Es más fácil afirmar estar del lado del bien y declarar de una vez por todas que Rusia es el agresor, lo que pone fin a cualquier discusión. «Rusia no puede ni debe ganar esta guerra» declaró nuestro guerrero líder Emmanuel Macron. Y si Rusia gana de todos modos, ¿qué hacemos?

En contra de todas las tradiciones diplomáticas, nuestros embajadores también se inclinan cada vez más a tomar partido en las elecciones, a hacer campaña a bombo y platillo en lugar de observar y analizar. Por ejemplo, Gérard Araud, embajador de Francia en Washington, exclamó (vía Tweet, por supuesto) cuando se anunció la victoria de Donald Trump en 2016: «Un mundo se derrumba ante nuestros ojos. Un vértigo. Es el fin de una era». Que piense así es una cosa, pero hacer públicos sus sentimientos es contrario a la reserva que exige su puesto. ¿Y cómo se habla con una nueva administración? Te miran por encima del hombro y te cierran la puerta. Y eso es lo que ocurrió.

Afortunadamente, hubo Cop 21 en 2015. Fue un triunfo de la diplomacia francesa, porque así es como se nos presentó esta conferencia, con todo el respeto por el hecho de que estaba diseñada para hacer entrar en razón a este clima desagradable que se atreve a atacarnos.

Luego se acumularon los fracasos, en el Líbano, en África, donde lo estamos perdiendo todo, y en Europa, donde cada vez contamos menos.

El último símbolo de este colapso diplomático fue el nombramiento de Stéphane Séjourné como ministro de Asuntos Exteriores. Un hombre sin experiencia, con una formación universitaria mínima, una actitud de laissez-faire y un lenguaje incierto. Pero tranquilo, lo ha entendido todo: «La mayoría de mis homólogos son de la misma generación, nos escribimos directamente, todo va muy rápido. Si no adoptas esta reactividad, si no te subes a un avión para participar en una reunión sobre la marcha, te desvaneces en un segundo plano y desapareces de la historia». Sería demasiado fácil decirle que para salir de la historia hay que estar en ella. Pero, sobre todo, lo que está diciendo es exactamente lo contrario de lo que debería ser el jefe de la diplomacia.

La mediocridad se ha unido a la ideología y ya no hay diplomacia francesa.


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