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Por: Robert Lazu Kmita | Columnista de Remnant, Rumanía – Jueves, 14 de marzo de 2024 – Traducido por Elisa Hernández
En The Remnant
Foto de una placa que dice: «¿Qué hay en un nombre? Lo que llamamos una rosa, por cualquier otro nombre olería igual de dulce.»
William Shakespeare
Nada ataca hoy más violentamente nuestra vida espiritual que las «herejías prácticas» extendidas a escala de toda la Iglesia. Contradecir la fe profesada con la boca mediante acciones opuestas a ella es el síntoma más grave de la gran apostasía en medio de la cual estamos atrapados como en un tsunami.
A veces, en contacto con diversas confesiones cristianas, nos encontramos, para nuestra sorpresa, con que el nombre de «cristiano» es sustituido casi por completo por otros apelativos. Tras el Gran Cisma entre Occidente y Oriente en 1054, hablamos de «católicos» y «ortodoxos». Después, con la Reforma protestante, el número de denominaciones de comunidades protestantes y neoprotestantes aumentó rápidamente. Hoy conocemos «luteranos», «calvinistas», «unitarios», «bautistas», «adventistas», «pentecostales» y muchas otras comunidades de este tipo. Más grave es el hecho de que incluso dentro de la Iglesia «una, santa, católica y apostólica» han aparecido divisiones, como indican los nombres utilizados. Así, lo más frecuente es oír hablar de católicos «liberales» (o «progresistas»), «conservadores» y «tradicionalistas».
Algunas de estas denominaciones tienen connotaciones estrictamente negativas, vinculadas a una concepción modernista de la Iglesia que debe adaptarse al espíritu de los tiempos hasta volverse irreconocible. Además, las formas externas de la fe y el culto católicos ya no pueden reconocerse por las marcas distintivas de hace un siglo, un milenio o dos milenios. Muy probablemente, los Santos Apóstoles Pedro, Juan y Pablo, así como santos como Agustín, Tomás de Aquino o Francisco de Sales, no reconocerían la liturgia del «Novus Ordo» ni ciertas enseñanzas transmitidas incluso por algunos jerarcas actuales de la Iglesia. Y los fundadores y continuadores de órdenes religiosas como los santos Benito, Domingo, Hildegarda de Bingen, Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila y Rafaela María del Sagrado Corazón de Jesús (por nombrar sólo algunos) difícilmente reconocerían sus propias comunidades monásticas. Parece, por tanto, que las múltiples denominaciones cubren una diversidad de comunidades católicas que casi han olvidado que la referencia primaria es el nombre «cristiano».
Todo auténtico cristiano es también un «Tradicionalista». Esto indica que respeta no sólo la Sagrada Escritura como fuente de la Revelación, sino también la Sagrada Tradición de origen apostólico, transmitida y defendida por dignos Papas y todos los fieles jerarcas de la Iglesia en comunión con los sucesores de Pedro.
Por tanto, ante todos los apelativos posibles, algunos positivos y justificados, otros negativos e inaceptables, lo que debemos recordar es que, esencialmente, todos los bautizados válidamente en la Iglesia del Salvador Jesucristo son «cristianos». Este es el sustantivo al que se refieren los adjetivos que lo acompañan. Todas las demás denominaciones, empezando por las primordiales de «católico» y «ortodoxo», son sólo determinantes y adjetivos destinados a indicar ciertos rasgos fundamentales de un auténtico cristiano.
Así, todo cristiano debe seguir y creer en la Revelación auténtica e integral que se nos ha transmitido a través de la Iglesia. Para ello, debe ser «ortodoxo» (= tener la fe correcta expresada brevemente en el Credo y defendida como un tesoro precioso por el Magisterio de la Iglesia). No debemos permitir que este atributo esencial de nuestra fe sobrenatural se entienda de forma exclusivamente confesional y sectaria, como cuando se utiliza para indicar a la comunidad cismática de las Iglesias orientales que rompieron la comunión con Roma en 1054. Además, nuestra fe de origen apostólico es «católica». Este atributo indica la universalidad de la fe que fue revelada por Cristo no sólo a los judíos sino a todas las naciones. Al mismo tiempo, todo cristiano auténtico es también «Tradicionalista». Esto indica que respeta no sólo la Sagrada Escritura como fuente de la Revelación, sino también la Sagrada Tradición de origen apostólico, transmitida y defendida por dignos Papas y todos los fieles jerarcas de la Iglesia en comunión con los sucesores de Pedro. También podemos decir que somos «reformados», pero no en el sentido (neo)protestante, sino en el sentido de que «reformamos» nuestras vidas continuamente a través de la penitencia continua, plenamente asumida.
Sin embargo, un verdadero cristiano nunca se definirá a sí mismo como «liberal» o «progresista». La principal motivación de esta reserva está relacionada con los valores eternos que asume, valores que nunca cambian. Como señaló G.K. Chesterton, sabe que el único «progreso» posible es el interior (es decir, espiritual), en el camino de la humildad y la santidad, no el exterior de las modas mundanas. El hecho de que el «mundo» cambie continuamente su moral y sus «valores» no debe reflejarse en modo alguno en nuestros valores cristianos.
Hechas estas breves observaciones, vuelvo al tema principal de este artículo: el nombre «cristiano». La pregunta a la que mostraré lo que responden los santos Juan Crisóstomo y Gregorio de Nisa es una de las más importantes: ¿Qué significa ser cristiano?
¡Qué grave es que alguien que se llama a sí mismo «cristiano» de palabra no honre este inapreciable nombre mediante el testimonio de su propia vida! Todas las «herejías prácticas» de las que hemos hablado en artículos anteriores hacen precisamente eso: contradicen, mediante acciones pecaminosas cometidas o aceptadas, el nombre proclamado con los labios.
El surgimiento de este nombre se registra en los Hechos de los Apóstoles, en un relato del que aprendemos que Bernabé llevó al Santo Apóstol Pablo a Antioquía:
«Bernabé fue a Tarso en busca de Saulo, a quien, una vez encontrado, llevó a Antioquía. Y conversaron allí en la iglesia todo un año; y enseñaban a una gran multitud, de modo que en Antioquía los discípulos recibieron por primera vez el nombre de cristianos» (Hechos 11:25-26).
En su comentario, San Juan Crisóstomo subraya el privilegio excepcional concedido a los antioquenos, privilegio indicado por el hecho de que fueron instruidos en la Fe por el gran Apóstol de los gentiles durante todo un año. No por casualidad, son ellos de quienes se nos dice que fueron llamados «cristianos» por primera vez:»
«Esto no es un pequeño elogio para la ciudad, sino suficiente para meciarla frente a todas las ciudades. Pues Antioquía fue la primera ciudad, antes que todas las demás, que tuvo el beneficio de escuchar a Pablo durante tanto tiempo, y por ello sus habitantes fueron los primeros en ser considerados dignos de ese nombre. Fíjese en el éxito de Pablo, ¡a qué alturas elevó, como un estandarte, ese nombre! En otros lugares creyeron tres mil o cinco mil o un número tan grande, pero nada como esto. En otros lugares, a los creyentes se les llamaba ‘los del camino’; aquí, se les dio el nombre de cristianos».
Así pues, siempre que mencionamos el nombre «cristiano», mencionamos implícitamente la valía de los antioquenos que fueron los primeros en ser llamados así. Teniendo en cuenta que esto se menciona en el texto sagrado de las Sagradas Escrituras, podemos comprender fácilmente que Dios mismo apreciaba a los antioquenos de tal manera que les ofreció tal don. ¿Por qué digo esto? Para comprender lo importante que es el nombre «cristiano» y también lo importante que es llevarlo dignamente, para que Dios sea honrado en estos tiempos en los que muchos de sus representantes le deshonran con sus actos.
Pero, ¿qué implica el nombre de «cristiano»? Junto a San Juan Crisóstomo, otro genio de la época patrística, San Gregorio de Nisa, comentó ampliamente el pasaje de los Hechos de los Apóstoles. Sus palabras son a la vez extraordinarias y desafiantes. Extraordinarias porque explican el gran valor del nombre «cristiano» y lo que está en juego al llevarlo dignamente. Desafiantes porque nos dice sin rodeos qué se requiere de nosotros, cuáles son las exigencias que debemos esforzarnos por cumplir para ser dignos de ser llamados así. Si el nombre de «cristiano» deriva del nombre de Dios mismo, Jesucristo, entonces nuestra vida misma debe ser un testimonio vivo y visible de esta filiación divina por la que hemos sido resucitados y transformados de «hijos de perdición» en hijos e hijos de Dios:
«Siendo llamados cristianos los honrados con el nombre de Cristo, es necesario que se vean también en nosotros todas las connotaciones de este nombre, para que el título no sea en nuestro caso una denominación errónea, sino que nuestra vida sea un testimonio de ello«.
¡Qué grave es que alguien que se llama a sí mismo «cristiano» de palabra no honre este inestimable nombre mediante el testimonio de su propia vida! Todas las «herejías prácticas» de las que hemos hablado en artículos anteriores hacen precisamente eso: contradicen, mediante acciones pecaminosas cometidas o aceptadas, el nombre proclamado con los labios. Tomando al apóstol Pablo como modelo, Gregorio de Nisa muestra que «sobre todo, [él] sabía lo que es Cristo, e indicaba, con lo que hacía, la clase de persona que se llamaba así, imitándole tan brillantemente que revelaba a su propio Maestro en sí mismo, transformándose su propia alma a través de la imitación exacta de su prototipo, de modo que Pablo ya no parecía estar viviendo y hablando, sino que Cristo mismo parecía estar viviendo en él». Siguiendo el ejemplo del apóstol, entendemos y aprendemos que «es necesario mostrar a través de nuestra vida que nosotros mismos somos lo que el poder de este gran nombre requiere que seamos.»
Los apóstatas de los últimos tiempos aparentarán ser piadosos, llamándose a sí mismos tales mientras niegan la fe con sus acciones.
Nada ataca hoy más violentamente nuestra vida espiritual que las «herejías prácticas» extendidas a escala de toda la Iglesia. Contradecir la fe profesada con la boca mediante acciones opuestas a ella es el síntoma más grave de la gran apostasía en medio de la cual estamos atrapados como en un tsunami. Como recordará, en la descripción de los rasgos del Anticristo, Santa Hildegarda menciona el anti-Evangelio que predicará, que fomentará aquellos actos inmorales, especialmente en materia de sexualidad, que siempre han sido condenados por las enseñanzas reveladas de las Sagradas Escrituras. La enseñanza de Santa Hildegarda se hace fiel eco de las gravísimas advertencias de San Pablo, quien, refiriéndose a esos «tiempos peligrosos» de «los últimos días», nombra las acciones de los anticristos. A pesar de la apariencia de fe, negarán su poder con sus acciones:
«Sabed también esto: que en los últimos días vendrán tiempos peligrosos. Los hombres serán amadores de sí mismos, codiciosos, altivos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, malvados, sin afecto, sin paz, calumniadores, incontinentes, sin misericordia, sin bondad, traidores, obstinados, engreídos y amantes de los placeres más que de Dios; teniendo apariencia de piedad, pero negando su poder» (2 Timoteo 3:1-5).
El texto de referencia de San Jerónimo, la Biblia Sacra Vulgata, ofrece la siguiente traducción para el último versículo citado: «…Habentes speciem quidem pietatis, virtutem autem ejus abnegantes«. Concretamente, los apóstatas de los últimos tiempos aparentarán ser piadosos, llamándose a sí mismos tales mientras niegan la fe con sus acciones. San Juan Crisóstomo nos recuerda, comentando este pasaje, que «la fe sin obras se llama con razón mera forma sin poder». Del mismo modo, San Agustín menciona a Simón el Mago que, aunque bautizado, demostró con sus actos pecaminosos que «tenía la forma del sacramento, pero no tenía el poder del sacramento».
De todos estos comentarios se desprende la importancia de meditar seriamente sobre el axioma anunciado en la epístola del Apóstol Santiago: «La fe sin obras está muerta» (Santiago 2:26). Si la fe es necesaria para saber lo que debemos creer, las obras son necesarias para demostrar nuestra adhesión real a las enseñanzas de nuestro Salvador Jesucristo. Sólo esto puede hacer verdaderamente a un bautizado digno, sea cual sea el rango que ostente – Papa, cardenal, obispo, sacerdote o laico – de llevar el glorioso nombre de «Cristiano».
Sancta Maria, auxilium Christianorum, ¡ora pro nobis!
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